Artículo de Josep M. Vilalta e Isidre Obregon publicado en el diario Ara el 28 de abril de 2013
Política, gestión pública y liderazgo: he aquí un ámbito de interrelaciones complejo y no bien resuelto en nuestro país. La praxis de los últimos decenios se ha caracterizado más por la penetración del nivel político en las estructuras directivas de las administraciones y empresas públicas, que por la intensificación de su profesionalización. El resultado es la erosión de itinerarios profesionales basados en el mérito y la competencia y la ocupación de puestos directivos por personas designadas por una mera relación de confianza política, que no de aptitud para dirigir y desplegar políticas públicas. A menudo, la renovación de cargos se orquesta desde los aparatos de los partidos y se entiende como un botín que debe maximizarse.
Por supuesto, nada que decir respecto a las personas con aptitudes profesionales significadas políticamente que afrontan el reto de crear valor público en las organizaciones que dirigen, y de los que tenemos buenos ejemplos en nuestro país desde la instauración de la democracia. Sin embargo, debemos decir que esta no es la pauta más extendida, por mucho que los partidos se hayan esforzado en preparar a sus militantes, y que incluso se les haya proporcionado formación directiva especializada.
Otro problema es que la dimensión directiva profesional, y la responsabilidad por la gestión que le es propia, no resulta suficientemente observable. Las administraciones evitan a menudo evaluar y medir, no ya el valor público (impactos) sino el mero rendimiento de la gestión (resultados), seguramente porque las posibles disfunciones no queden de manifiesto. A menudo falta también la visión a largo plazo y, por el contrario, hay muchos proyectos y voluntades que se expresan en el inicio de cada etapa política postelectoral. Esto genera, en el ámbito de la gestión pública, una sensación de provisionalidad, de reestructuración y reordenación permanentes sin demasiados instrumentos ni indicadores fiables que informen de la eficacia y la eficiencia de la acción político-pública.
Las reiteradas promesas de reforma del sector público en nuestro país han acabado en deseos no cumplidos. En el contexto actual de grave crisis económica y de erosión de legitimidades institucionales, es sorprendente que una reforma profunda del sector público -imprescindible desde nuestra óptica-siga estando fuera de la agenda política y no vaya más allá de la racionalización o el mero adelgazamiento del sector público por razones económicas.
Autores como Acemoglu y Robinson han caracterizado este comportamiento como propio de élites políticas extractivas, como aquel grupo social que ostenta una parcela de poder y que con ánimo de perpetuarlo y acrecentarlo, frena las reformas de carácter democrático pero también de carácter económico de justa distribución. Este comportamiento se considera un lastre para el progreso de los países. César Molinas emplea este modelo de análisis para explicar la situación española y para entender muchas de las actitudes y los comportamientos de los políticos, a menudo en connivencia con oportunistas privados, que erosionan la salud democrática y provocan la ruina del país.
Este estado de cosas quedó de manifiesto en la mesa redonda que la Asociación Catalana de Gestión Pública organizó hace pocos días en el Parlamento de Cataluña para celebrar su 20 aniversario, y donde se propuso a los grupos parlamentarios que la dirección pública profesional se instituyera como una buena práctica en nuestro país.
La institucionalización de la dirección pública profesional debe poder garantizar la competencia profesional de las personas que se sitúan al frente de las organizaciones públicas. Pero más allá de esto, su presencia induce una serie de cambios fundamentales (lo que Ángel Castiñeira llama milagro organizativo) relacionados con la dirección estratégica, la evaluación y la gestión por resultados, la cooperación, la gestión de personas basadas en el mérito, aspectos poco presentes en las administraciones públicas del Estado y de Cataluña.
El binomio político-directivo asegura un flujo virtuoso de doble sentido: del político al directivo aportando legitimidad democrática y dirección política, y del directivo al político suministrando efectividad de las políticas y buen gobierno. La principal resistencia al desarrollo de este modelo es la insistencia en el modelo de élites extractivas y la percepción de pérdida de poder de los aparatos de los partidos.
Es necesaria una actitud de compromiso ético y cívico y valentía política para abordar este cambio. Hace falta una clase política comprometida con el bien común, la transformación social y la profundización democrática. Hay que renunciar a prácticas anacrónicas en beneficio de una sociedad meritocrática, equitativa y más democrática, que despliegue políticas públicas efectivas al servicio de las necesidades sociales.